Acaso no vivamos, en sentido estricto, en la sociedad del espectá culo ni en la cultura del simulacro. Tampoco, sin má s, en la era, descrita por Walter Benjamin, en que la obra de arte genera toda una masa de reproducciones. Lo propio de nuestra é poca no es la multiplicació n de las copias de una imagen dada, sino del nú mero de imá genes diversas que cualquiera es capaz de tomar y almacenar, sin necesidad de talento, de atenció n ni apenas de gasto. Con frecuencia, en las ciudades que habitamos, las fachadas en restauració n está n cubiertas por una lona que reproduce lo que tiene detrá s. Pero el resultado no es eso que desde antiguo se llama simulacro, y quizá se trate de algo má s perverso. En lugar de suplantar el original o simular uno inexistente, la copia duplica un modelo que, aun no debiendo mostrarse, tiene que estar en contacto casi fí sico con ella. En esta clase de imá genes se comprende el verdadero signo de los tiempos. En la lona de Iconó polis, la realidad previa y cercana no puede faltar para que haya imagen, y esto lo sabe muy bien el sú bdito, el cual no es miembro pasivo de la 'sociedad del espe